
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, atiende a los medios la semana pasada.
Europa debe sentarse a negociar con Trump
No es tiempo de ondear banderas ni de escribir tuits indignados. Washington y Bruselas deben hablar y entender que la relación no puede seguir como estaba, pero que debe continuar.
Los burócratas cansaron tanto a la gente que terminamos con empresarios manejando gobiernos. Y claro, gobiernan como si esto fuera una empresa, con la mirada clavada en los balances y sin otra consideración más allá de los números.
Los verdaderos líderes políticos —los estadistas, esos que piensan en generaciones, no en encuestas— brillan por su ausencia. Nadie quiere cargar con el coste de tomar decisiones impopulares. En ese vacío, aparecen los Trump, Musk, Vance y compañía con un bulldozer.
Y lo más duro es que, dentro de sus delirios, a veces tienen razón.

Ursula von de Leyen y Donald Trump sólo se han visto en persona una vez: en enero de 2020, al final del primer mandato del magnate inmobiliario, en el foro de Davos
En este mundo a la deriva, cada cual que aguante su vela. Eso es, en el fondo, lo que Trump le dijo al resto del planeta cuando impuso aranceles (semi)recíprocos.
Y ojo: no es otro de sus arrebatos repentinos. Es una de las pocas cosas en las que ha sido firme desde hace tiempo. Lo prometió en campaña, lo repitió en entrevistas, y lo lleva pregonando desde los años ochenta.
Cuenta la leyenda que su cruzada comenzó tras perder una subasta. Y ya sabemos cómo se pone Trump cuando pierde.
Corría 1988 cuando el magnate intentó comprar un piano que había aparecido en esa obra maestra llamada Casablanca. Pero su oferta no fue lo suficientemente buena: unos inversionistas japoneses se lo llevaron.
El episodio ocurrió en plena expansión económica nipona, cuando las tensiones comerciales con EEUU estaban al rojo vivo. Después del berrinche, herido en su ego narcisista, Trump salió a pedir públicamente que se impusieran aranceles a las importaciones japonesas.
Decía que "a Estados Unidos lo están estafando". En su delirio, convirtió una derrota personal en una humillación a todo un país.
"Si el mundo quiere llevar a Trump a la mesa de negociaciones —su hábitat natural—, debe hablarle en su idioma: el del dinero"
Treinta años después, sigue predicando el mismo evangelio. Un personaje como Trump no entiende de cooperación internacional, ni de pactos, ni de amistades entre naciones. Sólo entiende de cuentas y de ganar. Lo demás es ruido.
Por eso, si el mundo quiere llevarlo a la mesa de negociaciones —su hábitat natural—, debe hablarle en su idioma: el del dinero.
China, hasta cierto punto, puede darse el lujo de jugar a la guerra comercial con Estados Unidos. Tiene con qué. Económicamente, porque le sobra liquidez, así sea artificial. Políticamente, porque no tiene elecciones que perder. Si la cosa se pone color de hormiga para sus ciudadanos, a Xi Jinping no se le moverá una ceja.
Pero la memoria es corta y la avaricia es larga.
Y, por cierto, conviene hacer un pequeño inciso: China le debe a Estados Unidos más de lo que reconoce. Si a Kissinger no se le hubiera ocurrido abrirle la puerta a en los 70, seguirían encerrados en la Edad de Piedra del maoísmo. Además, Washington sigue siendo su principal socio comercial.
Pero Europa no es China. Europa es un Frankenstein de 27 cabezas, todas peleando entre sí, con gobiernos frágiles, ciudadanos cabreados y un liderazgo que se mueve al ritmo del pánico electoral.
Bruselas no tiene ni la estabilidad de Pekín ni la brutalidad de Washington. Sólo tiene burocracia, papeleo y comisiones que no deciden nada.
Bruselas no es Roma.
Europa no puede seguir jugando a la niña mimada mientras EEUU le paga las facturas. No puede exigir protección militar, acceso a mercados y préstamos blandos mientras compra gas ruso y babea por la inversión china. No se invita a tu cama al enemigo de tu hermano.
Ahora, ¿qué busca Trump realmente con esta ofensiva arancelaria? Quizás ni él lo sabe.
Hay mil teorías, pero la más verosímil es que pretende resetear un sistema roto. Reiniciar el juego. Crear, al fin, un verdadero libre comercio sin trampas ni proteccionismos.
Pero mientras llega ese futuro hipotético, campea a sus anchas la señora Incertidumbre, el peor veneno para esos negocios que tanto le gustan al inquilino de la Casa Blanca.
No es tiempo de ondear banderas ni de escribir tuits indignados. Washington y Bruselas deben sentarse, hablar en serio y entender que la relación no puede seguir como estaba. Pero debe continuar.
*** Francisco Poleo es analista especializado en Iberoamérica y Estados Unidos.